viernes, 5 de julio de 2013

UNA OLA DE CALOR EN JULIO...¿QUE TIENE DE EXTRAÑO?

Empiezo a estar hasta las narices de que continuamente en todos los medios de comunicación nos amenacen con la “ola de calor” que llega…¡Coño!...estamos en Julio y lo más lógico es que haga calor…no hace muchos días la pedíamos…

Indudablemente las “olas de calor” crean menos inconvenientes que las de frio con las que en invierno también nos dan la paliza

Hoy recupero para mi blog algo que escribí hace un par de inviernos cuando nos machacaban continuamente con las nevadas, las carreteras cortadas etc.etc…

Algunos ya lo habréis leído pero me apetece que se quede en mi blog como una “cónica” más…

Cuando yo andaba gastando los días de mi infancia era habitual que pasadas las fiestas de Navidad, entonces solo eran Nochebuena y Navidad, fuéramos toda la familia al “Capellán” para, entre todos, acabar de coger las olivas.

Como casi todos sabéis el Capellán, y los que no os enterais ahora, es una de las partidas de Caspe. Pero para mí el Capellán era la finca que durante cuatro generaciones cultivaron miembros de mi familia materna. Era, y es, de la familia Miravete. Ya sabéis aquello que cantaba Serrat:

Las tierras del señor humedecían
su sudor y su llanto, día tras día.
Mendigo a jornal fijo como él no hubo
entre olivos y trigos, por un mendrugo.

Eso erán mi abuelo y mi tío....

Eran tiempos duros aunque nosotros, los niños, no nos diéramos cuenta. Y no nos dábamos cuenta sencillamente porque allí, con mis primos, teníamos todo lo que necesitábamos para sentirnos felices.

Y allí es donde, como ya he dicho, transcurridas las fiestas de navidad nos íbamos a “coger olivas”. La torre era grande, inmensa nos parecía entonces, y acogedora. Y siempre muy limpia. Mi tía Ascensión era muy limpia y no sabéis lo difícil que era ser limpia en aquellos años.

Mi abuelo materno, el “tio” Antonio el “cogelasliebres”, se levantaba, cuando aún era de noche, para encender el fuego en la cocina para que, al levantarnos el resto de la familia, las llamas crepitasen en el fuego bajo y la banca, con sus mullidas pieles de cordero, se ofreciese acogedora para disfrutar de un desayuno que solía consistir en un buen tazón de “sopas de leche”. Leche que muchos días había sido ordeñada esa misma mañana.

Los días transcurrían sin que el reloj tuviera ninguna importancia. Era el sol, al salir u ocultarse, el que dictaba la jornada laboral.

De repente una mañana oíamos a mi abuelo gritar desde el patio: “No corráis “pa”  levantaros, que ha “nevao”.

Como entonces no había servicio meteorológico las predicciones no iban más allá de la intuición de los abuelos que, a puro de años, deducían de ciertas señales los cambios de tiempo que podían producirse.

Este “grito”  de mi abuelo producía en nosotros el efecto contrario del que se pretendía. Oírlo y saltar de la cama era todo uno.  La pereza que otros días retrasaba la salida de las acogedoras mantas, y enfrentase al frio ambiente de la habitación, ese día no existía.

¡Había nevado!

Nos vestíamos rápidos. Un lavado de cara tipo “gato”….y a la calle. Maravilloso el espectáculo.

Los “pinos”, también, aunque hubiera muchos más, solo unos eran “nuestros pinos”, emergían de un tapiz blanco y sus copas aparecían también cubiertas por algo parecido a un “bonete” blanco.

Las “eras”, había dos, también estaban cubiertas por el mismo tapiz blanco. Y de los bancales surgían, un poco fantasmagóricamente, los arboles, entonces en una finca de esas características había de todo,  que proveían a la familia de todo tipo de frutos.

Las primeras carreras sintiendo el leve crujir de la nieve bajo nuestros pies acompañados por los perros que compartían con nosotros la emoción por un fenómeno meteorológico no demasiado frecuente.

Y ese día el ritmo de la vida se ralentizaba. No se podía hacer nada. Así que mi abuelo rellenaba bien la leñera para disponernos a pasar el día en otros menesteres.
Los mayores siempre tenían algo que hacer. Arreglar los solonares, “zurcir” las borrazas, y sobre todo “rallar panizo” para los animales. El “panizo” se almacenaba en mazorcas que luego se “rallaban”  por las noches, al amor del fuego, mientras los “zuros” se usaban para alimentarlo.

Y a estas faenas se dedicaban, después de arreglar los animales, los mayores.

Y para los más jóvenes había un excitante entretenimiento. La torre con los corrales y pajares formaba una especie de L. Y en el Angulo de esa l se ubicaba una de las eras. Esta ubicación permitía que, tanto la paja como el grano, los productos de la trilla llegasen con menos trabajo a sus puntos de destino: el pajar y el solonar.

Y la era buscaba el resguardo que estas edificaciones propiciaba.

Y  allí, en esa zona protegida, mi abuelo “barría” unos dos metros cuadrados de nieve. El tono rojizo de la era destacaba entre la blancura de la nieve. Y en esa zona mi abuelo esparcía parsimoniosamente un “capazo” de trigo y maíz. A continuación preparaba la trampa con un cañizo. Lo colocaba cuidadosamente formando un Angulo de unos 45º, eso de los grados lo supe muchos años después, apoyándolo sobre una “pala” de las de “ventar” en la era. Y a esa pala ataba una cuerda. Esa cuerda llegaba hasta la puerta del pajar donde nos escondíamos nosotros. Mis primos y yo. Y allí escondidos esperábamos impacientes.

Aquellos dos metros cuadrados de “tierra limpia de nieve”, con sus “granos esparcidos”, se ofrecía a los desconcertados pájaros, sorprendidos por un fenómeno no muy habitual, como una maravillosa solución a sus problemas alimentarios.

Y los inocentes pájaros no tardaban a ir acudiendo tras merodear por la zona.

Mayoritariamente gorriones pero tampoco era extraño que apareciera alguna “torda”, que ante la falta de su alimento preferido la oliva, recurría a aquello que tan sugerentemente se le ofrecía.

Yo, como el mayor de los primos, trataba de controlar la situación evitando que la precipitación impidiera una buena “caza”.

No siempre lo  conseguía dada la impaciencia de los más pequeños. Y entonces había que volver a recurrir al abuelo para que volviera a montar la “trampa”.

Porque, como ya habréis adivinado, aquello consistía en que cuando los pájaros concentrados en aquel “comedor” fuesen numerosos tirar de la cuerda para que el cañizo cayera sobre ellos.

Después ya todo era fácil. Un par de golpes sobre el cañizo con la propia pala que había servido de soporte al cañizo y…. a recoger a los inocentes pajarillos que aturdidos por el golpe apenas ofrecían ningún tipo de resistencia y… ¡al saco ¡La verdad es que éramos crueles ya que no teníamos ningún sentimiento por aquellas avecillas que yacían en el suelo.

Después había que esperar un buen rato hasta volver a  montar la trampa para que los pájaros volvieran a aparecer por el entorno de la era.

Era el momento de las pequeñas excursiones sin alejarnos demasiado de la protectora torre y de la vigilancia de los mayores.

Esos días de nieve lo corriente era comer farinetas. La harina procedente de moler el “panizo”  para alimento de los animales se “cernía” con un cedazo fino y la resultante de esta “operación” es la que se empleaba para hacer las “farinetas”. Por supuesto había que hacerlas en “tortosina de tierra” y con abundantes “tostones” de pan y trozos de tocino frito. Era mi abuela la que loas hacia. Durante su cocción había que estar removiéndolas continuamente para evitar que se hicieran “grumos”. Y se removían con una caña que siempre estaba a mano en la cocina.

Me encantaba verlas hervir a borbotones sobre las “estruedes”. Parecía la lava de un volcán.

Aunque debo reconocer que entonces yo no sabía ni lo que era un volcán y menos aun la lava.

Y maldita la falta que me hacía saberlo.

Y cuando mi abuela decidía que ya estaban en su punto procedía al paso final: sacarlas rápidamente a la puerta de la calle y dejarlas en una ventana exterior.

El contraste de temperatura , pasaban de la ebullición a una temperatura que rondaba los cero grados, propiciaba un rápido enfriamiento de la superficie y, en breves minutos, la superficie se “endurecía” al enfriarse mientras el resto, protegido por este “telo” y la “tortosina” de tierra , se mantenía perfectamente caliente. De aquella superficie endurecida emergían, incrustados en ella, los “tostones” de pan y de tocino. A mí, debo confesarlo, lo que más me gustaba eran los tostones. Aunque ahora me encantan las farinetas y todos los inviernos comemos varias veces siguiendo perfectamente el “ritual de elaboración”.

Las “farinetas”  había que comerlas en la misma tortosina. En plan “rancho”. Aunque a los pequeños nos las ponían en un plato.

Las tardes, después de comer, eran ya muy cortas y las dedicábamos a “desplumar”  los pájaros que habíamos “cazado”. Primero procedíamos a arrancarles las plumas más grandes para con posterioridad proceder al “socarrado” en las brasas. Una vez “socarrados” se frotaban con un trapo para desprender el “socarrado” y ya quedaban a disposición de las “mujeres” para su destripado. Para merendar ya nos comíamos algunos asados en la brasa.

Estas tardes de nieve mi abuelo, después de comer, solía coger su escopeta y nos decía que se iba al monte a ver si cazaba algún conejo. La verdad que para ir al monte apenas tenía que recorrer algo más de medio kilometro y cruzar la Acequia de la Civán. Entonces era simplemente la “zaica”. Al otro lado estaba ya el monte.

No tardábamos mucho en oír un disparo. Y luego otro. Y hasta un tercero. Nunca más de tres ya que la caza entonces abundaba mucho. Y al poco rato aparecía ya en la torre con un conejo o dos. Los cartuchos vacios los dejaba en una “lata” para, por la noche, proceder a recargarlos.

Los tiempos no estaban para excesos económicos.

La tarde finalizaba  entre juegos al amor del fuego hasta que, después de cenar, a hora bastante temprana  nos íbamos a la cama donde, comentado las incidencias de un día que para nosotros había sido emocionante, no tardábamos a conciliar el sueño.

Eran tiempos en que la nieve no creaba los problemas que crea ahora. No se quedaban coches y camiones “atascados” en las carreteras. Ni había gente “cabreada”  en los aeropuertos porque sus aviones no podían “arrancar”… o si esto pasaba como nadie nos lo contaba pues no nos enterábamos. Ni tampoco nadie nos decía si las nevadas iban a durar mucho o poco. El tiempo que haría al día siguiente lo dejábamos para que fuera mi abuelo el que al levantarse nos diera “el parte”: “Venga, a levantarse que ha salido el sol”.

O bien “No corráis “pa” levantaros que ha vuelto a nevar”

Quizá sea que me estoy haciendo viejo pero, creedme, estos días, viendo tanta gente “cabreada”, con las nevada recordaba, con una sensación de añoranza, aquellos ya lejanos, y en muchos aspectos felices, años en “el capellán”.