miércoles, 10 de abril de 2013

DE INSOMNIOS, SOLONARES Y RECUERDOS....


Hace tiempo que el insomnio se convirtió en un fiel compañero de mis noches. Pero pronto aprendí que, igual que la soledad, si somos capaces de controlarlo puede resultar un buen compañero. Y  existen técnicas, cada uno tendrá las suyas, que permiten convivir con él. Unas veces las usas para “rechazarlo” y en otros momentos para compartir con él la noche. O parte de la noche.

Hoy ha sido una de esas noches compartidas. Me apetecía permanecer despierto. Por la tormenta. Siempre, al menos desde que yo recuerdo, me han gustado las tormentas. Nunca entendí el miedo que despertaban a mí alrededor. Aquellos rezos a Santa Barbará bendita de mi abuela. El encendido de la “candela” de la celebración de Santa María. Decían, yo nunca lo tuve muy claro, que protegía de los rayos. O el toque a “descubrir”  de las campanas de la iglesia, hoy sustituido por los polémicos cohetes de yoduro de plata, mientras se exhibía la Vera Cruz en la puerta de nuestra Colegiata.

A mí en cambio, como ya he dicho, siempre me han gustado las tormentas. Más aún por la noche cuando el aparato eléctrico convierte en fantasmagóricas imágenes lo que contemplamos cotidianamente.

Y hoy era una de esas noches.

Debo aclarar que cuando hace ya muchos años decidimos  arreglarnos la vieja torre familiar lo único que me plantee como irrenunciable fue:

1º Que nuestra habitación de matrimonio se ubicara en la parte del “solonar”, hubo que destruirlo,  donde yo sentado en una vieja mecedora leía, estudiaba, soñaba con aquellos primeros amores que siempre me parecían definitivos, o contemplaba las tormentas.

2º En la distribución de la vivienda también quise que, al ocuparla, pudiera sentarme en el mismo espacio que ocupaba la vieja banca que, con sus “vellones” de cordero, me daba cobijo en las frías noches de invierno, mientras traducía mis latines, resolvía mis problemas de matemáticas o analizaba mis textos literarios.
3º Disponer de una pequeña habitación para mí solo. Una habitación donde encontrar la soledad tan necesaria en algunos momentos del día. O de la noche.
Y  esta noche, como hace muchos años en aquella vieja mecedora, contemplaba la tormenta. Esta vez desde la cama junto a mi mujer. Los relámpagos iluminaban intermitentemente la noche. Cada uno de ellos dibujaba en el marco de mi ventana un paisaje distinto.
El abeto que plante cuando nació mi hijo mayor se recortaba contra el cielo en la noche iluminada por cada relámpago.
El respirar pausado de mi  mujer, durmiendo a mi lado, me tranquiliza después de unos meses en los que su estado no le permitía dormir demasiado bien. De esas noches de ansiedad me ha quedado el habito de acariciarla suavemente aunque este dormida. Me gusta creer que eso le ayuda a descansar bien.

Y, además de las tormentas, también los “solonares” me encantaban. Y me encantarían ahora si los hubiera. De tal manera  me gustan que cuando hace unos años unas amigas decidieron abrir en Caspe un Centro de Día, y me pidieron que les sugiriera posibles nombres no lo dude: “El solonar”.  Y así lo llamaron. 

Lamentablemente lo tuvieron que cerrar porque no funcionó.

A mí me gustaría que si algún día tengo que ir a una Residencia, confieso que no me agrada la idea pero acepto la posibilidad,  me gustaría que se llamara “El Solonar”.

Y a la luz de los relámpagos, y acompañado por el sonido de los truenos, a partir de estos pensamientos acabe iniciando un viaje en el tiempo  hacia los solonares de mi infancia. Y de las personas que me acompañaron en aquella etapa de mi vida.

Tuve dos. Uno el de mi torre. Otro el de la casa de mi abuela en la c/ Nueva nº 49. En casa de mi abuela solíamos quedarnos los días más duros del invierno para que yo no tuviera que bajar y subir al huerto para ir y volver de la escuela. En aquellos tiempos nuestra jornada escolar era de 9 a 13 horas y de 15 a 19 todos los días incluidos sábados.

Confieso que mi atracción por los solonares comenzó cuando logré superar el temor  que me producían la multitud de sombras que se proyectaban, entrecruzándose, en sus paredes cuando anochecía y solo una pequeña bombilla pendiente del techo iluminaba el amplio espacio del solanar o en el caso  de mi torre las que  proyectaba el viejo candil de aceite .

Recuerdo cuando a esas horas mi madre me decía que subiera al solonar a buscar algo. Y era muy frecuente porque en el solonar colgando del techo, en cañizos, en cajas, en el suelo…estaba la despensa del invierno: uvas, membrillos, manzanas, mizpolas, orejones,…

En esos momentos se me hacia como un nudo en el estomago y las piernas se me volvían  débiles. Pero poco a poco fui adaptándome. Y llegó un momento en el que esas formas en que la débil bombilla, o el viejo candil,  transformaba, y proyectaba sobre las paredes, los racimos de uvas que colgaban de los maderos del techo, o las ristras de orejones que  pendían de las cañas, o incluso el familiar pernil comenzaron a resultarme atractivas.

Y comencé a observarlas. Y dejando volar mi imaginación relacionarlas con mis lecturas de aquellos años.  Quizá se adivinaba ya mi futuro de lector apasionado de la obra de HP Lovecraft.

El caso es que el solonar se convirtió ya entonces en mi “refugio”. Mi lugar de estudio, de lectura, de reflexión.

Y el de la C/ Nueva lo compartía con mi abuela y sus “amigas” que se reunían allí al “calor del sol” para hacer punto (piales, jerséis, tapabocas…). Mi abuela se llamaba Joaquina. Y allí se juntaba con su hermana, mi “tia Carmen”, y sus vecinas la “tia Mercedes la capa”, la “tia Vicenta la mantecona” y la más peculiar de todas ellas: la “tia Miguela “apodada “la Gibosa” por una enorme giba que tenia y que la hacía parecer mucho mas diminuta de lo que era y que vivia enfrente de nuestra casa.

Era una mujer de la que hoy dirían que vivía en la “miseria”. Pero entonces era simplemente una mujer que no tenía nada y a  la que había que ayudar. Y entre todos los vecinos le daban para vivir. No era caridad. Era solidaridad.

En aquellos tiempos no había radio. Bueno si que había pero aquella clase social no podía tenerlo todavía. Y las abuelas eran, como puede suponerse, analfabetas. Así que ni oían la radio ni podían leer…

Un día, estando yo estudiando mientras ellas trabajaban, hablaban y reían, a la “tía Vicenta”, apodada “la Mantecona”, que era muy extrovertida se le ocurrió preguntar:

“Joaquinito- para ellas yo siempre fui Joaquinito- porque no nos lees algo de lo que estudias”.

Me sorprendió la pregunta. Y rápidamente me puse a pensar en que podía leerles. Descarte las matemáticas, el latín, las ciencias….

De repente me acordé de un libro de lectura que había usado dos o tres años antes: “El libro de España” se titula. Es la historia de dos adolescentes, Antonio y Gonzalo, que, saliendo de Francia, recorren España en busca de sus padres. En lenguaje cinematográfico actual lo llamarían  una “road movie”.

Lo fui a buscar y comencé a leer:

Aquel día Antonio cogió aparte a su hermano Gonzalo cuando salía de casa para el colegio y le dijo:
-         
          Tengo que decirte una cosa muy importante.

Y a partir de aquel día la lectura se institucionalizó. Cada tarde un capitulo. Yo estudiaba hasta que la “tia Vicenta” decía: “Venga Joaquinito léenos”.

Confieso que me sentía orgulloso y trataba de leer lo mejor que sabía. En el Instituto tenía fama de leer bien. 

Y no digo nada lo que presumía mi abuela Joaquina.

Con el paso del tiempo me he dado cuenta de que con aquellos solonares, y aquella solidaridad, no hacían falta los Centros de Día. Y que aquellas vecinas, analfabetas y pobres, haciendo sus labores, hablando de sus cosas, riendo con sus “maldades” no necesitaban sicólogos para enseñarlas a quererse. Ni talleres de “risoterapia”. Ni Tertulias organizadas….

Y así seguían las tardes hasta que había que coger olivas. Todas, menos la tia Míguela “La Gibosa” tenían que echar una mano. Y se suspendían  las tardes al sol.

Un  día, al volver del Instituto, la tia Míguela “La Gibosa” me esperaba  en su puerta. Me llamó y me dijo: “Joaquinito, podrías subir alguna tarde a casa a leerme cosas porque se me hacen las tardes muy largas sola”. No lo he dicho todavía pero nunca le conocí ningún familiar. Es más, nunca supe su apellido.

Yo le dije que por supuesto que subiría. Y aquella misma tarde subí. Su casa era solo una pequeña habitación para dormir y una cocina con fuego bajo. Un par de sillas y una mesa. Todo muy desvencijado. 
Confieso que me impresiono su pobreza. Y eso que en mi casa no éramos ricos precisamente.

Y allí, sentados junto al fuego, aquella mujercita enlutada y yo,  di comienzo a mis lecturas. Me esforzaba en vocalizar bien, marcar pausas y acentos, e incluso cuando salía alguna palabra que me parecía difícil se la explicaba. Con el paso de los días hasta era ella la que, si alguna se me escapaba, me preguntaba su significado.

Un día le habían dado queso de aquel amarillo que los americanos mandaron para las escuelas y para los pobres. A mí me encantaba y, para mi desgracia, a  mi no me daban en el Instituto porque, teóricamente, era un Centro para “ricos”. Pero aquel día me invitó a merendar. Me cortó un trozo de queso con un trozo de pan y me puso un vaso de agua. Y hablando con ella le dije que ese queso me gustaba mucho. En mal momento lo hice pues a partir de ese momento siempre que le daban queso cortaba un trozo que, envuelto en papel de “envolver”, le pasaba a mi madre “para Joaquinito”.

Y llegó Navidad y Reyes. Y el día de Reyes la “tia Miguela la gibosa” me llamo desde su balcón, vivíamos enfrente, y me dijo: “Joaquinito, sube un momento que tengo una  cosa para ti”.

Subí  suponiendo que me iba a dar mi trozo de queso. Pero cuando entre a su  cocina la vi dirigirse hacia uno de aquellos estantes de obra que había junto a los fuegos bajos, y coger un paquete torpemente envuelto en papel del que se usaba en las tiendas para envolver pescados, carnes etc. Eso si el papel era nuevo. No había sido usado antes.Luego supe que se lo había ido a pedir al tio Paco Puyo, “el chato del portal”, que tenia tienda y del que otro día os hablaré.

Me lo dio diciendo: “Toma. Es para ti por hacerme compañía y leerme historias”.

Lo abrí y me encontré el libro que ahora tengo en mis manos: “ PI y Margall y la Política Contemporánea”. Magníficamente encuadernado y en una edición de 1886. Por supuesto yo entonces no sabía nada ni de Pi y Margall ni de Política mas alla de la F.E.N. Pero me gustaba acariciar sus tapas notando el huecograbado de su titulo. Y pasar sus hojas de papel biblia. Era distinto a los libros que yo conocía. Con el paso del tiempo supe que también era un libro importante e interesante

Me contó que durante la guerra había presenciado una quema de libros por los nacionales, que le llamo la atención este, lo cogió y se lo escondió en las sayas.

Siempre que lo veo en mi estantería me acuerdo de la tía Míguela la Gibosa.  De su aspecto, con su perfil afilado, que podía ser perfectamente identificado con el de las brujas de nuestros cuentos, quizá por conocerla  yo nunca tuve miedo de las brujas, pero que escondía  una muy buena mujer en un cuerpo de algo más de un metro treinta de estatura.

El insomnio me ha permitido este viaje a través de mis recuerdos. He recordado a mi abuela y sus amigas de solonar. Y me he visto obligado a levantarme y escribir este texto que quizá, como tantos, nadie lea pero que tenía necesidad de poner negro sobre blanco.

Acaricio, una vez más las tapas de este libro, entrañable para mí, como si acariciara las nervudas manos de la Tia Míguela “La Gibosa”. Una buena mujer de la que no conocí ni su apellido. Pero, conociéndola a ella,  ¿Qué más da el apellido? Confieso que todavía hoy, cuando paso por la c/ Nueva, alzo la vista hasta el “balconcillo” de la Tía Míguela “La gibosa” esperando verla apoyada en la barandilla a la que apenas si llegaba.

Y ahora sí, confió en que el insomnio respete su pacto, y me permita, tras acariciar a mi  mujer para que sepa que estoy junto a ella, conciliar el sueño pensando en la tia Miguela “La gibosa” una persona a la que nunca olvidaré.

Salud y reflexión


8 comentarios:

  1. excelente!

    javier oliver.

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  2. Impresionante relato.
    Yo también sufro de insomnio; pero qué envidia (sana) me da no saber expresarme de esa manera.

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  3. Yo en casa no tenía solonar, pero me has hecho recordar el de casa de mi abuela en la calle San Miguel y el de mi tía Agustina en el Pueyo Recuerdo como una aventura subir a esa parte de la casa, con vistas sobre los tejados y siempre llena de trastos viejos. Sigue contándonos cosas que nos hacen mantener vivos nuestros recuerdos. Por cierto me alegro que pongas solonar (en perfecto caspolino) en lugar de solanar que figura en la RAE

    Ignacio

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  4. Que relato tan PRECIOSO!!; A mi, sin haber tenido "solonar", también me ha traido recuerdos de mi infancia en casa de mis abuelos del Pueyo (los mismos de los que habla mi tío Ignacio); y también sufría el mismo efecto de temor e intriga simultanea, del que creo nunca he superado pues aún sigo teniendo mis miedossss...Pero el encanto con el que interpretas el relato quita cualquier tipo de terror imaginario y nos lleva a disfrutar de esos tiempos pasados con una total cercania. Lo dicho PRECIOSO...

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  5. Yo tampoco tuve nunca solonar, pero sí que lo tenían mis abuelos paternos (tanto en la calle Gumá como en la calle Nueva) y disfrutaba mucho chafardeando por allí.
    Gracias por el relato, joaquin

    fito

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  6. Gracias Joaquín por compartir esta noche de insomnio, que ha fructificado en este precioso relato, tan lleno de ternura y de nostalgia, en casa de mis padres y abuelos siempre hubo solonar pero nunca me dió ningún miedo, sin embargo si lo experimentaba cuando tenia que ir a la bodega, un saludo y hasta el próximo.

    Mari Carmen.

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  7. Me encanta!!!!
    Ascension

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