Hace tiempo que el insomnio se
convirtió en un fiel compañero de mis noches. Pero pronto aprendí que, igual
que la soledad, si somos capaces de controlarlo puede resultar un buen
compañero. Y existen técnicas, cada uno
tendrá las suyas, que permiten convivir con él. Unas veces las usas para
“rechazarlo” y en otros momentos para compartir con él la noche. O parte de la
noche.
Hoy ha sido una de esas noches
compartidas. Me apetecía permanecer despierto. Por la tormenta. Siempre, al
menos desde que yo recuerdo, me han gustado las tormentas. Nunca entendí el
miedo que despertaban a mí alrededor. Aquellos rezos a Santa Barbará bendita de
mi abuela. El encendido de la “candela” de la celebración de Santa María. Decían,
yo nunca lo tuve muy claro, que protegía de los rayos. O el toque a
“descubrir” de las campanas de la
iglesia, hoy sustituido por los polémicos cohetes de yoduro de plata, mientras
se exhibía la Vera Cruz en la puerta de nuestra Colegiata.
A mí en cambio, como ya he dicho,
siempre me han gustado las tormentas. Más aún por la noche cuando el aparato
eléctrico convierte en fantasmagóricas imágenes lo que contemplamos
cotidianamente.
Y hoy era una de esas noches.
Debo aclarar que cuando hace ya
muchos años decidimos arreglarnos la
vieja torre familiar lo único que me plantee como irrenunciable fue:
1º Que nuestra habitación de
matrimonio se ubicara en la parte del “solonar”, hubo que destruirlo, donde yo sentado en una vieja mecedora leía,
estudiaba, soñaba con aquellos primeros amores que siempre me parecían
definitivos, o contemplaba las tormentas.
2º En la distribución de la
vivienda también quise que, al ocuparla, pudiera sentarme en el mismo espacio
que ocupaba la vieja banca que, con sus “vellones” de cordero, me daba cobijo
en las frías noches de invierno, mientras traducía mis latines, resolvía mis
problemas de matemáticas o analizaba mis textos literarios.
3º Disponer de una pequeña
habitación para mí solo. Una habitación donde encontrar la soledad tan
necesaria en algunos momentos del día. O de la noche.
Y
esta noche, como hace muchos años en aquella vieja mecedora, contemplaba
la tormenta. Esta vez desde la cama junto a mi mujer. Los relámpagos iluminaban
intermitentemente la noche. Cada uno de ellos dibujaba en el marco de mi ventana
un paisaje distinto.
El abeto que plante cuando nació
mi hijo mayor se recortaba contra el cielo en la noche iluminada por cada
relámpago.
El respirar pausado de mi mujer, durmiendo a mi lado, me tranquiliza después
de unos meses en los que su estado no le permitía dormir demasiado bien. De
esas noches de ansiedad me ha quedado el habito de acariciarla suavemente
aunque este dormida. Me gusta creer que eso le ayuda a descansar bien.
Y, además de las tormentas,
también los “solonares” me encantaban. Y me encantarían ahora si los hubiera.
De tal manera me gustan que cuando hace
unos años unas amigas decidieron abrir en Caspe un Centro de Día, y me pidieron
que les sugiriera posibles nombres no lo dude: “El solonar”. Y así lo llamaron.
Lamentablemente lo tuvieron
que cerrar porque no funcionó.
A mí me gustaría que si algún día
tengo que ir a una Residencia, confieso que no me agrada la idea pero acepto la
posibilidad, me gustaría que se llamara
“El Solonar”.
Y a la luz de los relámpagos, y
acompañado por el sonido de los truenos, a partir de estos pensamientos acabe
iniciando un viaje en el tiempo hacia
los solonares de mi infancia. Y de las personas que me acompañaron en aquella
etapa de mi vida.
Tuve dos. Uno el de mi torre.
Otro el de la casa de mi abuela en la c/ Nueva nº 49. En casa de mi abuela solíamos
quedarnos los días más duros del invierno para que yo no tuviera que bajar y
subir al huerto para ir y volver de la escuela. En aquellos tiempos nuestra
jornada escolar era de 9 a 13 horas y de 15 a 19 todos los días incluidos sábados.
Confieso que mi atracción por los
solonares comenzó cuando logré superar el temor
que me producían la multitud de sombras que se proyectaban,
entrecruzándose, en sus paredes cuando anochecía y solo una pequeña bombilla
pendiente del techo iluminaba el amplio espacio del solanar o en el caso de mi torre las que proyectaba el viejo candil de aceite .
Recuerdo cuando a esas horas mi
madre me decía que subiera al solonar a buscar algo. Y era muy frecuente porque
en el solonar colgando del techo, en cañizos, en cajas, en el suelo…estaba la
despensa del invierno: uvas, membrillos, manzanas, mizpolas, orejones,…
En esos momentos se me hacia como
un nudo en el estomago y las piernas se me volvían débiles. Pero poco a poco fui adaptándome. Y
llegó un momento en el que esas formas en que la débil bombilla, o el viejo
candil, transformaba, y proyectaba sobre
las paredes, los racimos de uvas que colgaban de los maderos del techo, o las
ristras de orejones que pendían de las
cañas, o incluso el familiar pernil comenzaron a resultarme atractivas.
Y comencé a observarlas. Y dejando
volar mi imaginación relacionarlas con mis lecturas de aquellos años. Quizá se adivinaba ya mi futuro de lector
apasionado de la obra de HP Lovecraft.
El caso es que el solonar se
convirtió ya entonces en mi “refugio”. Mi lugar de estudio, de lectura, de
reflexión.
Y el de la C/ Nueva lo compartía
con mi abuela y sus “amigas” que se reunían allí al “calor del sol” para hacer
punto (piales, jerséis, tapabocas…). Mi abuela se llamaba Joaquina. Y allí se
juntaba con su hermana, mi “tia Carmen”, y sus vecinas la “tia Mercedes la capa”,
la “tia Vicenta la mantecona” y la más peculiar de todas ellas: la “tia Miguela
“apodada “la Gibosa” por una enorme giba que tenia y que la hacía parecer mucho
mas diminuta de lo que era y que vivia enfrente de nuestra casa.
Era una mujer de la que hoy
dirían que vivía en la “miseria”. Pero entonces era simplemente una mujer que no
tenía nada y a la que había que ayudar.
Y entre todos los vecinos le daban para vivir. No era caridad. Era solidaridad.
En aquellos tiempos no había
radio. Bueno si que había pero aquella clase social no podía tenerlo todavía. Y
las abuelas eran, como puede suponerse, analfabetas. Así que ni oían la radio
ni podían leer…
Un día, estando yo estudiando
mientras ellas trabajaban, hablaban y reían, a la “tía Vicenta”, apodada “la Mantecona”,
que era muy extrovertida se le ocurrió preguntar:
“Joaquinito- para ellas yo
siempre fui Joaquinito- porque no nos lees algo de lo que estudias”.
Me sorprendió la pregunta. Y
rápidamente me puse a pensar en que podía leerles. Descarte las matemáticas, el
latín, las ciencias….
De repente me acordé de un libro
de lectura que había usado dos o tres años antes: “El libro de España” se
titula. Es la historia de dos adolescentes, Antonio y Gonzalo, que, saliendo de
Francia, recorren España en busca de sus padres. En lenguaje cinematográfico
actual lo llamarían una “road movie”.
Lo fui a buscar y comencé a leer:
Aquel día Antonio cogió aparte a
su hermano Gonzalo cuando salía de casa para el colegio y le dijo:
-
Tengo que decirte una cosa muy importante.
Y a partir de aquel día la lectura
se institucionalizó. Cada tarde un capitulo. Yo estudiaba hasta que la “tia
Vicenta” decía: “Venga Joaquinito léenos”.
Confieso que me sentía orgulloso
y trataba de leer lo mejor que sabía. En el Instituto tenía fama de leer bien.
Y no digo nada lo que presumía mi abuela Joaquina.
Con el paso del tiempo me he dado
cuenta de que con aquellos solonares, y aquella solidaridad, no hacían falta
los Centros de Día. Y que aquellas vecinas, analfabetas y pobres, haciendo sus
labores, hablando de sus cosas, riendo con sus “maldades” no necesitaban
sicólogos para enseñarlas a quererse. Ni talleres de “risoterapia”. Ni
Tertulias organizadas….
Y así seguían las tardes hasta
que había que coger olivas. Todas, menos la tia Míguela “La Gibosa” tenían que
echar una mano. Y se suspendían las
tardes al sol.
Un día, al volver del Instituto, la tia Míguela
“La Gibosa” me esperaba en su puerta. Me
llamó y me dijo: “Joaquinito, podrías subir alguna tarde a casa a leerme cosas
porque se me hacen las tardes muy largas sola”. No lo he dicho todavía pero
nunca le conocí ningún familiar. Es más, nunca supe su apellido.
Yo le dije que por supuesto que
subiría. Y aquella misma tarde subí. Su casa era solo una pequeña habitación
para dormir y una cocina con fuego bajo. Un par de sillas y una mesa. Todo muy
desvencijado.
Confieso que me impresiono su pobreza. Y eso que en mi casa no éramos
ricos precisamente.
Y allí, sentados junto al fuego,
aquella mujercita enlutada y yo, di
comienzo a mis lecturas. Me esforzaba en vocalizar bien, marcar pausas y
acentos, e incluso cuando salía alguna palabra que me parecía difícil se la
explicaba. Con el paso de los días hasta era ella la que, si alguna se me
escapaba, me preguntaba su significado.
Un día le habían dado queso de
aquel amarillo que los americanos mandaron para las escuelas y para los pobres.
A mí me encantaba y, para mi desgracia, a
mi no me daban en el Instituto porque, teóricamente, era un Centro para
“ricos”. Pero aquel día me invitó a merendar. Me cortó un trozo de queso con un
trozo de pan y me puso un vaso de agua. Y hablando con ella le dije que ese
queso me gustaba mucho. En mal momento lo hice pues a partir de ese momento
siempre que le daban queso cortaba un trozo que, envuelto en papel de
“envolver”, le pasaba a mi madre “para Joaquinito”.
Y llegó Navidad y Reyes. Y el día
de Reyes la “tia Miguela la gibosa” me llamo desde su balcón, vivíamos
enfrente, y me dijo: “Joaquinito, sube un momento que tengo una cosa para ti”.
Subí suponiendo que me iba a dar mi trozo de
queso. Pero cuando entre a su cocina la
vi dirigirse hacia uno de aquellos estantes de obra que había junto a los
fuegos bajos, y coger un paquete torpemente envuelto en papel del que se usaba
en las tiendas para envolver pescados, carnes etc. Eso si el papel era nuevo.
No había sido usado antes.Luego supe que se lo había ido a pedir al tio Paco
Puyo, “el chato del portal”, que tenia tienda y del que otro día os hablaré.
Me lo dio diciendo: “Toma. Es
para ti por hacerme compañía y leerme historias”.
Lo abrí y me encontré el libro
que ahora tengo en mis manos: “ PI y Margall y la Política Contemporánea”. Magníficamente
encuadernado y en una edición de 1886. Por supuesto yo entonces no sabía nada
ni de Pi y Margall ni de Política mas alla de la F.E.N. Pero me gustaba
acariciar sus tapas notando el huecograbado de su titulo. Y pasar sus hojas de
papel biblia. Era distinto a los libros que yo conocía. Con el paso del tiempo
supe que también era un libro importante e interesante
Me contó que durante la guerra
había presenciado una quema de libros por los nacionales, que le llamo la
atención este, lo cogió y se lo escondió en las sayas.
El insomnio me ha permitido este
viaje a través de mis recuerdos. He recordado a mi abuela y sus amigas de
solonar. Y me he visto obligado a levantarme y escribir este texto que quizá,
como tantos, nadie lea pero que tenía necesidad de poner negro sobre blanco.
Acaricio, una vez más las tapas
de este libro, entrañable para mí, como si acariciara las nervudas manos de la
Tia Míguela “La Gibosa”. Una buena mujer de la que no conocí ni su apellido. Pero,
conociéndola a ella, ¿Qué más da el
apellido? Confieso que todavía hoy, cuando paso por la c/ Nueva, alzo la vista
hasta el “balconcillo” de la Tía Míguela “La gibosa” esperando verla apoyada en
la barandilla a la que apenas si llegaba.
Y ahora sí, confió en que el
insomnio respete su pacto, y me permita, tras acariciar a mi mujer para que sepa que estoy junto a ella,
conciliar el sueño pensando en la tia Miguela “La gibosa” una persona a la que
nunca olvidaré.
Salud y reflexión
excelente!
ResponderEliminarjavier oliver.
Impresionante relato.
ResponderEliminarYo también sufro de insomnio; pero qué envidia (sana) me da no saber expresarme de esa manera.
muy bueno
ResponderEliminarYo en casa no tenía solonar, pero me has hecho recordar el de casa de mi abuela en la calle San Miguel y el de mi tía Agustina en el Pueyo Recuerdo como una aventura subir a esa parte de la casa, con vistas sobre los tejados y siempre llena de trastos viejos. Sigue contándonos cosas que nos hacen mantener vivos nuestros recuerdos. Por cierto me alegro que pongas solonar (en perfecto caspolino) en lugar de solanar que figura en la RAE
ResponderEliminarIgnacio
Que relato tan PRECIOSO!!; A mi, sin haber tenido "solonar", también me ha traido recuerdos de mi infancia en casa de mis abuelos del Pueyo (los mismos de los que habla mi tío Ignacio); y también sufría el mismo efecto de temor e intriga simultanea, del que creo nunca he superado pues aún sigo teniendo mis miedossss...Pero el encanto con el que interpretas el relato quita cualquier tipo de terror imaginario y nos lleva a disfrutar de esos tiempos pasados con una total cercania. Lo dicho PRECIOSO...
ResponderEliminarYo tampoco tuve nunca solonar, pero sí que lo tenían mis abuelos paternos (tanto en la calle Gumá como en la calle Nueva) y disfrutaba mucho chafardeando por allí.
ResponderEliminarGracias por el relato, joaquin
fito
Gracias Joaquín por compartir esta noche de insomnio, que ha fructificado en este precioso relato, tan lleno de ternura y de nostalgia, en casa de mis padres y abuelos siempre hubo solonar pero nunca me dió ningún miedo, sin embargo si lo experimentaba cuando tenia que ir a la bodega, un saludo y hasta el próximo.
ResponderEliminarMari Carmen.
Me encanta!!!!
ResponderEliminarAscension